LA NENA, de Felipe Ortín
Tenía cincuenta años y entavía l’icía
tó el partío, la Nena.
Nena jué pal paere, Nena pa la maere
Nena pa l’agüela.
Y pa los hermanos, ¡cómo la querían!
jué máere y jué Nena.
Dende pequeñica y por ser la mayor
¡siempre jué la Nena!
¡Qué grande tenía el corazón
hista de pequeña!
A los doce años con sais hermanicos
y su maere enferma,
lavaba, cosía, hista remendaba
igual c’una vieja
y empinaica en la punta e los pies
cocinaba ella.
Al morir la maere, tenía trece años.
¡Que grande la Nena,
no era d’estatura
pero qué grande era!
Ella s’hizo cargo e tós sus hermanos
y tamién de la agüela
que la probetica al morir la hija,
enfermó de pena.
Triste andaba el paere, aleando siempre
con cuidar la hacienda
y aquer cuadro e gente menúa, a toas horas
lo roía e tristeza.
Como un valladar contra el sino
estaba la Nena.
Paecía un rayo e luz en la casa
la presencia d’ella,
con bondá en su cara lucía
y en el pecho juerza.
Anqu’era mu viva, ni un día tan sólo
pudo ir a la escuela,
pero era más lista qu’el hambre
y echaba sus cuentas
mejor c’un contable, pa que no fartara
naíca en la dispensa.
No se casó er paere en segundas nuncias
por mor de l’agüela,
de los zagalicos
y la mujer muerta,
pero mayormente no quiso casarse
nunca, por la Nena
que paecía que que sus ojos l’icían:
¡No te cases paere que que aquí está la Nena!
Cuando pasó el tiempo
y ya casaera
de güen ver, con su cara y ángel
bebían los vientos por ella
munchos mocetones e güenas familias
de saneaica hacienda,
mas no quiso ejarse su loria y su cruz,
su gozo y su pena.
Tuicos sus hermanos se jueron casando
y se queó sola ella
con su jardincico lleno e rosales,
jasmines, violetas,
con su paere viejo, e reumas comío
y acorao e penas.
¡La Nena sufría
penaba la Nena!
pero siempre sacaba su pecho
fuerzas de flaqueza
pa cudiar a su paere, ya postrao en la cama
con palabras tiernas,
con cariño y mimo en sus manos tibias
de santa enfermera.
Cuando al pobre viejo le llegó el momento
jamás s’apartaba de su cabecera
y entre la penumbra d’un atardecer,
en el cuarto se oyó a malas penas
una vocecita que ya s’escapaba:
¡No te vayas Nena!